Estaban ellas toditas muy
compuestas alineadas en filas, limpias, con las alas plegadas contra sus
lomos, boca arriba, con las patas erectas y agarrotadas… Estaban muertas.
María se armó de valor. Tenía que pasar por encima de aquella trinchera de
palomas para llegar al final de la calle, para cruzar al otro lado, lejos de
aquel mercado que apestaba a vísceras y del que necesitaba salir. ¡Dios! Nunca
había visto tanto animal muerto.
Su compañera (¿quién era aquella
mujer?) al ver la cara de María la tranquilizó diciéndole “es que tenemos una plaga y el ayuntamiento de
vez en cuando…”. Por suerte, pensó, llevaba katiuskas, aunque no entendía por
qué si no llovía… ¿Todavía tenía katiuskas? ¿Pero aún las conservaba?
Cuando despertara, sería lo primero que haría, buscar las
Katiuskas. Al pisar las palomas, las botas blancas se ensangrentaron. Los frágiles cuerpos crujían mientras miles de plumas levantaban el
vuelo y revoloteaban por el aire. María sintió cómo se le metían por la boca y
llegaban a su garganta aunque sin asfixiarla. Sabían a polvo. Mareada cerró los ojos apenas unos instantes para abrirlos al llegar a la otra orilla. María miró a todos los lados y comprobó que su amado no estaba. Su compañera de viaje también había desaparecido; debía de andar por ahí pero ella no la veía. Estaba sola.