Los dientes del hombre resplandecían en la oscuridad y como farolillos la guiaban entre la muchedumbre. La orquesta tocaba “Rezaré” cuando, sin preguntar, ella accedió a darle la mano para alejarse de la Plaza Mayor. Las voces de las amigas revoloteaban un poco más atrás y ya estaban junto a la tapia del cementerio cuando el aliento a agrio de él se materializó en una lengua áspera y enorme que se abría camino en la boca de la niña provocándole arcadas. Ella intentó disimular entre risitas y el estiró de ella hacia adentro.
Entre arrumacos, él la tumbó sobre un mármol frío y sucio. Pensaba en sus amigas a las que apenas ya oía, muy a lo lejos, y en lo que decían sobre estar enamorado… aquello de sentir mariposas en la boca del estómago. Cerró los ojos pero en su empeño por visualizarlas sólo consiguio que se le apareciera una nube de polillas. Eso es lo último que ella recuerda. Y poco más. De aquel rato nada más.
Era verano y eran las fiestas de Nuestra Señora en el pueblo de al lado. Ella era una cría y él, un hombre de unos veintitantos. Habían estado jugando toda la noche a perderse y hallarse entre la muchedumbre.