Le parecía inaudito. Se había oído decir a sí misma tantas veces que el tamaño no importaba... Lo decían casi todas… Y sin embargo, aquella noche había soñado con un bello miembro de dimensiones apetecibles al que ella dejaba penetrar en su húmedo vacío. Bueno, ella, más que dejarse, lo atraía hacia sí, montando al hombre en cuestión, consiguiendo así aplacar en su sueño el ansia que la corroía desde hacia semanas.
Se despertó de su hermoso sueño agitada, sudorosa, todavía excitada. Intentó recobrar la cara de aquel hombre que la había hecho sentir tan viva, tan hermosa y feliz. Pero nada. Una imagen demasiado borrosa como para distinguir de quién se trataba. Sólo recordaba claramente su pene, hermoso en su erección. En la ducha se entretuvo visionándolo mientras sus dedos reseguían en su sexo el camino que aquél había recorrido. Mientras se vestía, cuando tomaba su desayuno, se notaba una sonrisa pícara en los labios, al dibujarlo en la memoria. ¿Pero con quién había pasado la noche, o mejor dicho el sueño? Le parecía recordar que era moreno. Tal vez el revisor de la estación. Parecía apuesto; bien dotado, seguro. ¿Algún compañero del trabajo? Definitivamente, no. Todos le parecían o poco agraciados o excesivamente afeminados, y por lo tanto de dudosa virilidad. ¿El chico con quien coincidía cada mañana, cuando sacaban a pasear a sus perros? ¿Su terapeuta? ¡Oh, no! ¡Dios! Lo que le faltaba; ya no podría mirarle a la cara sin avergonzarse. ¿Y quién podía estar tan bien atribuido? ¿Algún alumno? ¡No! Y no sólo bien atribuido... Había gozado de una manera nueva para ella, como nunca antes lo había hecho.
¡Y qué cuerpo! ¡Bueno, vale ya Sara! Un sueño calentito y ya. Mejor lo dejamos aquí. Pero aunque intentaba seguir con su rutina diaria y actuar con normalidad no podía evitarlo. ¡Ahí estaba otra vez! ¡Aquel falo! En la cara del vecino, en el vendedor de los ciegos, en el quiosquero… Como no me tranquilice acabaré tirándome a los brazos de cualquiera.
Se disponía a coger el metro pero, de repente, delante de la entrada, se desvió de su habitual camino pues hacía un lindo día como para enterrarse tan pronto y, además, había salido con tiempo, iba sin prisas… Y aquella sensación de embriaguez dulce, como cuando una está con un puntito después de dos copas y se siente menos rígida, más suelta, más flexible… Tenía tiempo de caminar hasta la estación de los ferrocarriles.
Se sentía guapa, de buen humor, rebosante de esa felicidad que cada año le traía el principio de la primavera, cuando todo renacía. En primavera Sara resucitaba de su hibernación melancólica y, ya despertada de su aletargamiento y con sangre renovada, se envalentonaba ante algún proyecto inabarcable del que ahora se veía capaz.
Ante la puerta de los consultorios de su ambulatorio jugó con el pensamiento goloso de no ir a trabajar. ¿Y por qué no? De hecho hoy no tenía clases… Puedo decir que me encuentro mal, una jaqueca horrible; que tengo a algún niño enfermo y no puedo dejarlo con nadie; que me he caído paseando a la perra y me duele todo… Se le ocurrían mil razones por las que se merecía un día libre. ¡Ni un día de baja este año! Ni una ausencia por enfermedad de mis hijos, ni una visita al médico en horas laborables… ¡Nada!
Y así se encontró con que había llegado delante de la estación, cuando se disponía a coger el periódico gratuito de manos de un apuesto joven que no debía tener más de veinte y pocos años, y que seguro tenía un sexo… Y entonces volvió el sueño y Sara no bajó. No descendió ni un peldaño. No siguió el pasillo, ni la escalera hasta el andén. No se subió al vagón atestado de gente, de enamorados que seguramente le provocarían envidia, rabia, o una tristeza profunda. Sobre todo eso. Hacía ya demasiado que los besos de los otros la hacían sentirse mal, desgraciada, pues al mirarlos se veía en ellos absolutamente sola.
Un poco más apaciguada, siguió Rambla Cataluña abajo. Cruzó expectante la Plaza de Cataluña. Buscando algo, no sabía qué. Algo tendría que pasar. Quería seguir soñando y pensaba que aquel sueño seguro que anunciaba algo, un encuentro. Bajó ilusionada las Ramblas, entreteniéndose con todo el espectáculo que le brindaban. Hasta que llegó al mar. Eran las doce cuando el mar y el puerto le parecieron más pequeños que nunca. Aquello no era el mar. Era un trocito de agua salada putrefacta y moribunda ahogada por sus carceleros. No, no había salida. Ya no podía bajar más. El mar, frontera definitiva para ella, aquí, hoy. Fin del trayecto. Se sentó en un banco derrotada y se dejó llevar por un llanto embravecido que la arrastraba a tierra. ¡Qué tontería! Estaba tan sola como siempre. ¿Qué hacía allí? Debería estar trabajando y dejarse de fantasías de jovencita adolescente. ¿Qué diría en el trabajo?
Cogió un taxi de vuelta. Tengo que volver. Había que volver. Era hora de volver, sí. Pero, ¿adónde? A casa Sara, a casa. ¿Para qué? Paró un taxi. Apenas murmuró su dirección sin mirarlo y el taxista tomó rumbo. El primer semáforo en rojo pilló por sorpresa al conductor que frenó en seco provocando una pequeña sacudida en ella.
-Usted perdone señora, es que hay que ver cómo está el tráfico.
Sara alzó la mirada y halló la mirada de su hombre en el retrovisor interior. ¡Era él! ¡El hombre del sueño! Un hombre bellísimo. ¡No podía creerlo! ¡Qué curioso el destino! Sin proponérselo se encontró a sí misma urdiendo alegre la conquista. Él sucumbiría a su voz, a alguna frase ingeniosa que saldría de su lengua desvergonzada. O se atrevería a llevárselo, inocentemente, hasta un bar para hablar delante de una cerveza con la excusa de cambiar el billete de 200 euros que ella le habría ofrecido con un “lo siento”. Treinta minutos después, cuando ya los ojos delataran el ardor de sus sexos, hartos de desnudarse a pestañeos, decidirían irse a casa de él y...
-¿Aquí le va bien? -Pregunta el taxista levantando la vista y enviando una mirada indiferente a la pasajera.
El espejismo se hace añicos en décimas de segundo. Trocitos de cristal se clavan en los ojos y el alma de Sara. Sus manos responden mecánicamente a la cantidad que el conductor señala: 6 euros. Se abraza a su bolsa, recoge los pedacitos de su cuerpo desvalido, se encoge y baja del auto. Se alza y se yergue, se queda quieta un momento, lo justo para contemplar cómo se aleja el taxi.
Para cuando Sara llegó a casa eran las dos de la tarde y había tres mensajes del trabajo en el contestador que la urgían a llamar y decir dónde estaba. Para entonces el falo se había arrugado y el mar quedaba ya demasiado lejos.